He vivido muchas cosas en mis primeras cuatro décadas de vida. He sido pastor, he escrito dos libros, he conocido varios países… pero nada me parece más trascendente que desempeñar un papel esencial en el desarrollo de la identidad de mis hijos. Al mismo tiempo, nada me parece más desafiante. A veces, incluso, me da miedo.
Para bien o para mal, como padres ejercemos un rol fundamental en sus vidas. Esos pequeños invasores de nuestro espacio vital que desordenan los cajones y nos ensucian el sofá van a sentar las bases de su personalidad, sus valores y su cosmovisión a partir de nosotros.
En efecto, no somos solamente proveedores de sus necesidades básicas. Más bien, la Biblia nos llama a implicarnos a conciencia en su desarrollo como personas, o mejor dicho, como siervos de Dios: “instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Por supuesto que esto supone una inversión que excede el proporcionar techo, ropa y alimentos. Requiere primeramente tiempo, esfuerzo, lecturas, conversaciones, desvelos, momentos de juego, risas, alguna que otra lágrima, una tonelada de paciencia y mucha dependencia del Señor. ¿Pero cómo desempeñar esta labor de forma eficaz?
La educación tradicional que se nos ha inculcado está principalmente orientada hacia el comportamiento. Tendemos a darnos por satisfechos cuando nuestro hijo ordena su habitación, permanece sentado y en silencio cuando se le pide, o logra un buen rendimiento escolar. ¿Qué padre no sueña con un hijo modelo que cumpla con todos los estándares? No obstante, el gran problema de la educación tradicional es que deja de lado lo más importante: el corazón.
Desde la antigüedad, las Escrituras nos avisan de este peligro: un buen comportamiento no siempre se corresponde con las motivaciones correctas. Así nos lo recuerda el lamento de Dios expresado por medio del profeta Isaías… “Este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Isaías 29:13). Un modelo de educación que hace énfasis en el comportamiento, basado en castigos y recompensas, puede servir para adiestrar a tu mascota; en cambio, es inútil para moldear el corazón del niño.
El comportamiento es importante, pero aún lo es más prestar atención a lo que hay debajo de la superficie. Ahí es donde germinan los pensamientos, florecen las emociones, se atesoran los anhelos, surgen las motivaciones y se asientan las creencias. De ese mundo interior proviene todo lo bueno y todo lo malo, manifestado en palabras, acciones y reacciones. Por tanto, el gran desafío de la paternidad es educar a nuestros hijos manteniendo el enfoque en su corazón.
He asistido a congresos y he leído libros muy recomendables donde he aprendido valiosos principios. Aun así, honestamente, todavía no he encontrado una táctica definitiva o un método infalible. Sin embargo, tras quince años lidiando con la crianza de mis propios hijos he descubierto una verdad inapelable: sólo Dios puede transformar su corazón. Yo puedo obligarles a acatar una orden o parar por las bravas una discusión. Pero no puedo hacer que de su interior broten la amabilidad, la humildad, el amor desinteresado o la disposición a ofrecer la otra mejilla. Sólo el Espíritu Santo puede penetrar hasta tal profundidad. La única opción que nos queda es procurar que nuestro estilo de paternidad sea un gran alegato del evangelio.
Mi día a día es una mezcolanza de aciertos y errores. A menudo tengo que pedir perdón por el tono de una regañina o por alguna decisión equivocada. Sin embargo, intento que no pase un solo día sin leer la Biblia con ellos, reflexionar y orar juntos. Trato de discernir con ellos el motivo de sus acciones o sus palabras a la luz de las Escrituras. Y sobre todo me esfuerzo por ser un modelo de persona que verdaderamente vive el evangelio de puertas adentro. A fin de cuentas, no podemos transformar el corazón de nuestros hijos, pero sí podemos ser padres que los llevan de la mano al único que puede hacerlo de verdad: nuestro Señor Jesucristo.